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La voz de la mujer, publicado por la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, es la compilación de los pocos números de un periódico anarquista argentino hecho por mujeres. Anónimas todas ellas, claro. Dos palabras claves: la voz, como palabra, claro pero como grito también; y la mujer, esa fémina despojada de consignas sociales impuestas, la amazona y luchadora. La autora aquí contextualiza la época y relata esta épica única: la de la mujer anarquista.
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POR LUCÍA MONDINO
“Aparece cuando puede y por suscripción voluntaria”: La Voz de la Mujer insistía en sus precarias condiciones de existencia incluso desde la leyenda que acompañaba el lema de la publicación (“Periódico comunista-anárquico”). Pero estas condiciones –posibilitadas por el rápido crecimiento económico, la numerosa inmigración europea y un movimiento laboral activo y radical, tres factores locales de la última década del siglo XIX– no lograron impedir que, entre 1896 y 1897, se imprimieran en Buenos Aires nueve números de la revista, “empresa irreverente” –como la describe Dora Barrancos en el prólogo de la edición– aún dentro de las filas anarquistas entre las que surgió: la especificidad de su consigna principal era la opresión de la mujer, esta “sufredolores de la humanidad”.
La naturaleza de esta opresión era entendida por sus cronistas –cuyos nombres verdaderos no trascendieron– como múltiple: a lo largo de estos nueve ejemplares (aunque el libro reeditado por la Universidad Nacional de Quilmes reproduce ocho: el sexto nunca se encontró), hay denuncias fervientes no solo contra patrones y maridos sino también contra sus cómplices y facilitadores: desde “la inmunda cloaca clerical” hasta las damas de caridad (o, en sus palabras, “esas virtuosas y elegantes damas, que para sí tienen un marido y diez amantes”) pasando por “los escarabajos de la idea”, es decir los falsos anarquistas.
Entre largas listas de nombres de los suscriptores, con auténticos nicknames cuya inventiva no tendría nada que envidiarles a los de la contemporaneidad de las redes –“que capen del primer monaguillo al Papa”, “Una joven que pensaba que los anarquistas eran otra cosa”, sirven de ejemplos–, cada número de La Voz de la Mujer se componía de un editorial, poemas, testimonios, noticias, y sobre todo encendidas arengas que giraban en torno a una serie de tópicos: la maternidad (si bien la relación con esto era al menos ambigua, estaba claro que a los hijos había que “enseñarles a despreciar y no acatar la autoridad de ningún individuo”), el amor libre (que tenía más que ver con la autonomía personal que con el libertinaje: “Busca en la masturbación un lenitivo a tus voluptuosas ansias”, puede leerse por ahí), y consignas como la abolición de la Iglesia y el Estado (frente a la cual la urgente proclama en pos de la separación queda tibia), entre otros. Tampoco falta la descripción del hombre ideal, un anarquista por supuesto, en la que la misma idea de “protección” es vista con merecida desconfianza: “En el hogar es sumamente tierno y cariñoso para con los niños y la mujer, no por creerse su protector sino simplemente por cariño”.
Pero considerando, como nos recuerda Barrancos, que solo la mitad de las mujeres en Buenos Aires sabían leer y escribir, y que la revista parecía más preocupada por incentivar la existencia de pequeños activistas antes que un fenómeno de masas, La Voz de la Mujer no tuvo en su época un gran poder de convocatoria. Como observa la investigadora Maxine Molyneux en un texto que puede leerse en el libro, “las intuiciones de las feministas anarquistas debían esperar medio siglo para obtener una sustancia teórica e incluso más para formar la base de una práctica distintiva”. ¿Qué mejor momento que el actual para descubrirlas y exigir, como ellas, “placeres en el banquete de la vida”?
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