Son el amor y la libertad las grandes musas literarias, sin dudas. Y Borges no fue ajeno a esto. Nuestro Jorge Luis Borges nos mostró al mundo tal cual somos los argentinos, despojado de barroquismos y nacionalismos: claro y directo, con poesía, eso sí, no le salía de otro modo. Hoy, en nuestro Día de la Independencia, recordamos esas palabras tan sentidas.
“El joven amor de mis padres, la memoria de los mayores, los rostros y sus almas, una vieja espada, las agonías, los destierros, una mano que templa una guitarra, el olor de la madreselva, una enciclopedia, las galerías de una biblioteca por las que anduvo Paul Groussac, el sabor de una fruta, la voz de mi padre, la voz de Macedonio Fernández, una casa en la que he sido feliz o en la que he sido desdichado (lo mismo da), un ocaso que ya no tiene fecha, un daguerrotipo, el arco de un zaguán, el aljibe…”.
“Eso escribí. La patria es ahora todas las patrias, todos los árboles que me dieron su sombra, todos los libros que he leído para mi bien, todos los hombres de buena voluntad, que serán, fueron y son”.
“Creo ser un buen argentino, un buen europeo, un buen cosmopolita, un buen ciudadano, de esa utopía, clara y remota, que nos librará de fronteras y de batallas”.
Dejó también dos poemas antológicos glosando las glorias del 9 de Julio de 1816, el primero de ellos profusamente difundido fue escrito en 1943 y dedicado al antepasado de su sangre, el doctor Francisco Narciso de Laprida, asesinado el día 23 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao.
Se trata del famoso “Poema Conjetural” donde Borges imagina lo que piensa el héroe de la independencia antes de morir:
“Zumban las balas en la tarde última,
hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, yo que estudié las leyes y los cánones.
Yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanzas ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de mis pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno.
El círculo se va a cerrar.
Yo aguardo a que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta”.
Aun con mayor pudor en su “Oda escrita en 1966” nuestro escritor en un fragmento de la misma nos invita a ser dignos del mandato de los hombres de Tucumán:
“Nadie es la patria, pero
todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban: argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de aquellos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan aquellas sombras
que debemos salvar”.