María Elena Walsh (1930/2011) fue un paso elemental en la infancia de muchas generaciones. Y lo seguirá siendo gracias a esa imaginación sin par y ese amor por niños y niñas que profesaba en cada escrito suyo. La recordamos en Estación Libro con este extraordinario cuento.
POR MARÍA ELENA WALSH
Felipito Tacatún era muy distraído. Distraído, boquiabierto y desmemoriado. Qué le vamos a hacer, cada cual tiene sus defectos, ¿no?
Una vez la mamá lo mandó a regar las plantas. Felipito, naturalmente, se olvidó de llenar la regadera. Y ni siquiera se dio cuenta de que igual salía agua y que las flores bebían muy contentas. Al rato fue la mamá al jardín y vio que las plantas estaban medio loquitas. Las flores se reían y bailaban el vals, mientras las hojas aplaudían y los yuyos dormían la siesta.
–¿Con qué has regado estas plantas, Felipito?
–Con la regadera, mamá.
–Pero esa regadera no tenía agua, sino vino– dijo la señora de Tacatún – porque estas plantas están todas borrachitas.
Efectivamente, estaban borrachitas.
Felipito trajo la regadera para que su mamá la inspeccionara y ¡oh sorpresa! esta vez la regadera no estaba llena de vino, sino de leche. La mamá se apresuró a preparar una enorme mamadera para el hermano de Felipito. Cuando terminó dijo:
– Felipito, alcánzame otra regadera de leche.
Y cuando su hijo se la alcanzó, resulta que estaba llena de jugo de naranja con azúcar. Naturalmente, Felipito se lo tomó todo sin respirar.
Y así siguieron las cosas.
No había duda de que la regadera era mágica, misteriosa y chiripitiflaútica. Un día se llenaba de leche, otro día se llenaba de tinta china, otro día se llenaba de caldo de gallina, y los domingos se llenaba de cerveza. Así, porque sí. Pero jamás, réquete jamás volvió a llenarse de agua.
Qué lindo, ¿no?
Pero, ¿y las plantas?, preguntarán ustedes.
Hubo que regarlas, en adelante, con la manguera. Y de esta manera se acaba el cuento de la regadera.