Akutagawa (Tokio, Japón, 1892 – ibídem, 1927) estuvo marcado desde su infancia por la tragedia: la locura de su madre lo condicionó psicológicamente toda la vida. Fue un niño enfermizo que leía libros incesantemente en las bibliotecas públicas. Perteneciente a la generación neorrealista que surgió a finales de la Primera Guerra Mundial, su obra, en su mayoría cuentos cortos, reflejan su interés por la vida del Japón feudal. Es considerado el «padre de los cuentos japoneses», el Premio Akutagawa, uno de los más prestigiosos de Japón, fue nombrado en su honor. Su frágil salud y sus nervios se resintieron siendo muy joven y las crisis nerviosas, angustia y alucinaciones visuales lo atormentaron con el fantasma de la locura; desde ese momento su escritura adquirió un tono más desesperanzado e irónico, aunque sin abandonar los imperativos de claridad y lucidez que se había impuesto desde el principio; como escribió Borges: «la extravagancia y el horror están en sus páginas, pero no en el estilo, que siempre es límpido». Akutagawa se suicidó a la edad de 35 años por sobredosis de somníferos pero antes escribió: «Nosotros los humanos, siendo animales humanos, tenemos un miedo animal a la muerte, la así llamada vitalidad no es otra cosa que fuerza animal. (…) Mi sistema parece gradualmente haberse liberado de esa fuerza animal, teniendo en cuenta el poco interés que me queda por el alimento y las mujeres. El mundo en el que estoy ahora es uno de enfermedades nerviosas, lúcido y frío. La muerte voluntaria debe darnos paz, si no felicidad. Ahora que estoy listo, aunque suene paradójico, encuentro la naturaleza más hermosa que nunca. Yo he visto y entendido más que otros y, en esto tengo cierto grado de satisfacción, a pesar de todo el dolor que hasta aquí he soportado». «Cuerpo de mujer» de Ryunosuke Akutagawa refleja esa línea desdibujada entre realidad y sueño. O pesadilla.
Arte: Lauren Brevner
POR RYUNOSUKE AKUTAGAWA
Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. “Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga…”.
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.

